(este artículo se publicó originalmente en 24stories)
El universo más incomprendido que existe es el que se encuentra en nuestro propio cerebro. Miles de millones de neuronas conectadas entre sí que, a partir de señales eléctricas y reacciones químicas, permiten que el cuerpo que lo alberga vea, se mueva, manipule objetos y, en un acto de magia, se pregunte sobre sí mismo y su situación en el otro universo. El de los planetas y las estrellas.
El universo más incomprendido que existe es el que se encuentra en nuestro propio cerebro. Miles de millones de neuronas conectadas entre sí que, a partir de señales eléctricas y reacciones químicas, permiten que el cuerpo que lo alberga vea, se mueva, manipule objetos y, en un acto de magia, se pregunte sobre sí mismo y su situación en el otro universo. El de los planetas y las estrellas.
Muchos investigadores, neurólogos, psicólogos y psiquiatras han escrito obras de altísima calidad, detalle y concisión sobre lo que la ciencia aprende sobre nuestro cerebro, y de cómo este controla y afecta a nuestro cuerpo, a nuestras emociones y a nuestras relaciones personales.
Oliver Sacks hizo otra cosa.
Sacks fue un intento fallido de investigador, un motero culturista a quien su madre llamó abominación cuando se enteró de su homosexualidad incipiente. Explica en su autobiografía, En movimiento. Una vida, esos primeros años de búsqueda de sí mismo.
Desde sus comienzos en Londres a sus estancias en San Francisco y Los Angeles, observamos a un Sacks que dedica sus fines de semana a recorrer miles de kilómetros en moto, mientras de lunes a viernes dedica años oscuros a intentar convertirse en un investigador, algo que nunca consiguió debido a sus continuos descuidos.
Son sus jefes los que en un momento determinado le dejan claro que ha de dedicarse a tareas clínicas, y de relación con pacientes, y lo que le lleva a Nueva York. Y es ahí donde Sacks descubre una droga más intensa que las muchas que lleva metiendo en su cuerpo durante años (y que narra de manera muy abierta en Alucinaciones): las historias de sus pacientes.
Son historias que hablan de capacidades asombrosas, como las personas que tienen tono absoluto, y son capaces de describir cualquier sonido en términos de notas musicales, o incluso de frecuencias. Como el caso de Frederick Ouseley en Musicofilia, quien ya de pequeño decía “papá se suena en Sol”.
Son estas historias de enfermedad y drama personal y familiar, como la que cuenta en “El ultimo hippie”, del libro Un antropólogo en Marte, sobre los efectos de un tumor cerebral en un joven a principios de los años 70. Esta historia fue llevada al cine en 2011, con el gran J. K. Simmons en la piel del padre del joven.
Y relatos de curación, a veces temporal, como el episodio narrado en Despertares sobre pacientes catatónicos que despertaron temporalmente tras administrarles el fármaco L-Dopa, también filmada en 1990, con Robin Williams interpretando a Sacks.
Pero, más importante, narra historias de aceptación. La ciencia de la neurología avanza a toda velocidad, pero todavía existen multitud de casos que no tienen solución, en los que los doctores e investigadores no saben qué hacer. Y Sacks se asombra, impresionado por cómo muchos de sus pacientes aprenden a vivir con ello, o a aceptar su destino inminente. Y nos lo cuenta.
Como el caso de Tony Cicoria en Musicofilia, quien, tras una breve parada cardíaca, comenzó a sentir el deseo de escuchar tocar el piano, que pronto evolucionó a una necesidad perentoria de componer música.
O el de Temple Grandin, descrito en Un antropólogo en Marte, doctora en ciencias animales, destacada en el ámbito de la ganadería pero con un autismo que le aleja de las convenciones sociales aceptadas, y que le lleva a tener una “máquina de abrazar” en casa, que le permite obtener esa “sensación de serenidad y placer” que a veces todo el mundo necesita, pero de manera cómoda y predecible.
Ahora hay muchos más doctores, enfermeros o investigadores que relatan sus casos y cómo les influyen en su vida. Atul Gawande es un cirujano endocrino de prestigio que ha escrito grandes éxitos como Better, o Being Mortal. Antonio Damasio o Rita Carter nos han ayudado a los neófitos a entender mejor cómo funciona nuestro cerebro, nuestros sentidos, y, en definitiva, nuestro mundo.
Pero es que Sacks, sencillamente, estaba aquí antes. Excepto por Aleksandr Luria, neuropsicólogo de la URSS con quien mantendría correspondencia durante muchos años tras descubrir libros suyos con casos clínicos tan parecidos a los que Sacks trataba de describir.
En 2015, Sacks descubrió que un melanoma ocular del que había sido tratado hacía nueve años se había reproducido y propagado al hígado. Le quedaban pocos meses de vida y encontró al último paciente a quien observar: a sí mismo. Y en cuatro emocionantes artículos en el New York Times, describe esos momentos de confusión física, pero con una brillantez mental y literaria que pone los pelos de punta.
Su párrafo final es una oda a la vida bien vivida.
“Y ahora, débil, sin aliento, con mis músculos, antes firmes y ahora desvanecidos por el cancer, me encuentro pensando cada vez más, no en lo espiritual o sobrenatural, sino en lo que significa vivir una vida buena y plena – logrando una sensación de paz interior. Mis pensamientos se van al sabbat, el día de descanso, el séptimo día de la semana, y quizás también el séptimo día de la vida misma, cuando uno puede sentir que el trabajo está hecho, y puede, en consciencia, descansar.”
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